, del Contador del Bosque, Gustavo Duch
Fue cuando descubrieron que el Planeta se estaba resquebrajando que se pusieron en marcha. Pequeños fragmentos se estaban desprendiendo, liberándose hacia la atmósfera y convirtiéndose en meteoritos. Sabios y sabias sabían lo que tenían que hacer: plantar árboles.
Árboles centenarios para frenar el productivismo; árboles milenarios contra la estupidez de los gobernantes que lo defendían.
Árboles caducos para desaprender malos hábitos consumistas y árboles perennes para refrescar el humo de chimeneas capitalistas.
Árboles de copas amplias, frondosas, redondas para ensombrecer la codicia del género humano.
Árboles frutales para alcanzar la soberanía alimentaria de los pueblos.
Tejos, varios tejos, para que la comunidad retomara el control de lo común, en concejos abiertos.
Árboles africanos que -ubuntu- ríen cuando ríen sus compañeras y compañeros.
Y arbustos, setos, arboles autóctonos tan desconocidos como desprestigiados, no por su valor, sino por sus valores.
– ¿De qué serviría eso?- preguntaron incrédulos, quienes supieron de este plan. Las grietas y fragmentaciones, según cálculos científicos, ya no podían detenerse.
Eran observaciones superficiales.
Los creadores de ese Bosque, de miradas penetrantes, bien sabían que eran las raíces de todos los árboles terráqueos las que, entrelazándose en un abrazo radical, sostenían desde siempre el Planeta Tierra.